columna Leviatan

Buenos Aires, Argentina Guillermo Sullings

Cuando a diario observamos en todo el mundo, manifestaciones populares reclamando por derechos elementales, como mejoras en la salud, en la educación, en el salario, en las jubilaciones; muchos nos preguntamos por qué se hace necesario ese esfuerzo de reclamar permanentemente por lo que nos corresponde, si se supone que en la democracia, el soberano es el pueblo y se debiera hacer lo que el pueblo quiere. Desde luego que en toda sociedad hay intereses contrapuestos, los recursos no son infinitos, y se deben atender las prioridades; pero una cosa es que las demandas de la población encuentren su límite y equilibrio en la ecuanimidad, y otra cosa es que lo encuentren en la arbitrariedad de los funcionarios, que se supone son los empleados del pueblo. Algo no está funcionando en el Contrato Social.

Cuando Thomas Hobbes, allá por el siglo XVII, utilizó la alegoría del Leviatán, (monstruo bíblico de formidable poder), para referirse al poder absoluto del Estado como una necesaria creación humana, ordenadora de los individuos en sociedad; resumió todo ese poder en una sola persona: el monarca. Ya no necesariamente la autoridad del monarca provendría de Dios, sino de una suerte de contrato con la población; claro que para Hobbes tal contrato sería inapelable e irrevocable, sin cláusula de rescisión.

Años más tarde Locke y un siglo después Rousseau se ocuparían de cuestionar ese absolutismo, desarrollando aún más la idea de Contrato Social, pero reivindicando la libertad de las poblaciones para cuestionar a las autoridades y elegir a sus representantes, sentando las bases ideológicas que lo que luego serían las democracias liberales. El concepto de que la soberanía radica en el pueblo, y este delega el poder en los gobernantes a través de un Contrato Social, siguió vigente hasta nuestros días, aunque con diferentes interpretaciones acerca de las cláusulas de tal contrato.

Hobbes reivindicaba al absolutismo como única opción, desde la prioritaria necesidad de un orden social, frente a la alternativa de la disgregación y las guerras entre bandos internos, considerando a estas últimas como males sociales propios de la naturaleza humana. Desde la perspectiva del siglo XXI, podría parecer comprensible tal razonamiento en el contexto histórico de hace cuatro siglos, aunque totalmente inaceptable para nuestros tiempos. Sin embargo, el Leviatán sigue asechando, sumergiéndose a veces y emergiendo otras, actuando a través de muchos líderes y políticos que en su fuero íntimo desprecian por completo la voluntad del pueblo.

El Leviatán nunca murió. Una y otra vez apareció encarnado en el rostro de algunos dictadores, o en la imagen de burocracias administrativas, que aunque invocaban siempre al pueblo, le imponían su propio contrato social sin posibilidades de modificación por voluntad popular. Pero tarde o temprano los pueblos se hartaban de ese absolutismo y se rebelaban, porque tenían un rostro, una imagen, un nombre, contra los cuales rebelarse.

Entonces el monstruo fingió morir y se sumergió para invisibilizarse, y así poder actuar desde las sombras, a través de sus marionetas de la democracia formal.

El poderoso Leviatán del siglo XXI ya no necesita ocupar tronos, ni residencias presidenciales, ni parlamentos, ni tribunales; allí sólo están “sus representantes”, pero ha logrado convencernos de que son “nuestros representantes”. El monstruo ya no necesita hablarle al pueblo para seducirlo o atemorizarlo, lo manipula a través de los medios de comunicación. Ya no firma contratos, simplemente impone sus condiciones. El Poder Económico ejerce su poder absoluto sin tener que rendirle cuentas a nadie, mientras permanece invisible detrás de la escena.

Como la realidad es compleja, y es muy difícil tener el control sobre todas las personas, cada tanto tiempo aparecen gobernantes que no responden totalmente al monstruo. Entonces el Leviatán se enfurece atacándolos con su fuerza de choque conformada por medios de comunicación, especuladores financieros, militares, jueces, y hasta algunos sectores de la población. Logran entonces generar un nivel de crispación social tal, que muchos prefieren que vuelva la calma a cualquier precio, aunque sea de la mano de un gobierno autoritario, o al menos uno que tranquilice al monstruo.

Pero los casos anteriores son excepcionales; por lo general no hay gobernantes que exasperen en demasía al Leviatán, ya que se ocupa muy bien de elegirlos entre sus colaboradores más sumisos, para poder permanecer invisible a los ojos del pueblo. Claro está que los que eligen a los gobernantes son los ciudadanos, pero lo hacen entre las falsas opciones que les permite la democracia formal. Y he ahí la definitiva ruptura del Contrato Social, en tanto el pueblo ha sido despojado de su soberanía, limitándose a suscribir la cesión de sus derechos a los gerentes del verdadero poder, para cumplir con las formalidades legales en períodos electorales.

Es tiempo ya de crear un nuevo Contrato Social, por el cual la ciudadanía no resigne ni delegue su soberanía en los representantes, porque tales representantes no garantizan en absoluto el ejercicio de la voluntad popular. Y no se trata solamente de ver el modo de reemplazar a los representantes, sino de que éstos no dispongan del margen de discrecionalidad que les permita, ya sea arrogarse para sí el poder soberano, o ya sea entregarlo sumisamente al Poder Económico. Y esto se logra solamente a través de los instrumentos de la Democracia Real, a saber: elección directa y revocatoria de mandato para todos los poderes del Estado, consultas populares vinculantes, iniciativa popular, presupuestos participativos, poder de veto popular; y sobre todo la democratización en el acceso a los medios de comunicación, para contrarrestar la manipulación mediática sobre las decisiones de los ciudadanos.

De la vieja concepción de que “el pueblo no delibera ni gobierna, sino a través de sus representantes”, propia de las democracias representativas, se debe avanzar hacia la concepción de que los representantes no reciben el poder soberano en manos del pueblo, sino que solamente se hacen cargo de funciones de gestión, orientadas y controladas por la ciudadanía, conservando ésta intacto su poder soberano, con atribuciones de deliberar y tomar decisiones vinculantes. Desde luego que en los procedimientos y en la práctica de esta Democracia Real, se deberán contemplar todas las instancias necesarias para garantizar el respeto a las opiniones minoritarias, la formación e información suficientes para lograr la ecuanimidad y el buen criterio en la toma de decisiones, y la frecuencia y oportunidad de la intervención ciudadana, para no desordenar ni paralizar la gestión pública. Pero más allá de la razonabilidad necesaria en la práctica democrática, lo que debe quedar claro es que mientras el pueblo no recupere la soberanía perdida, no habrá quien le ponga límites al Poder Económico.

Desde ya que no podemos esperar que los burócratas de la democracia formal legislen a favor de la instauración de una Democracia Real; siempre pondrán como excusa que el pueblo no está preparado. La Justicia opondrá recursos de inconstitucionalidad. Los medios de comunicación harán campaña de desprestigio. Las multinacionales dirán que no habría seguridad para las inversiones. Sin duda que la conquista de la Democracia Real tendrá dificultades, pero debe quedar claro que debiera ser la prioridad, porque sólo a partir de allí se podrá garantizar que todas las políticas gubernamentales coincidan con la voluntad del pueblo. Cada marcha, cada protesta, cada reclamo, por derechos ciudadanos de cualquier temática, debiera estar acompañado por el reclamo de mecanismos de democracia real, para que los futuros reclamos no choquen contra el muro de la indiferencia, sino que se canalicen a través de iniciativas populares vinculantes.

Mientras en el mundo haya personas con ambiciones de poder, estará al asecho el Leviatán para dominar al pueblo, ya sea desde la política misma, o manejándola desde las sombras con el Poder Económico; solamente repelerá al monstruo el fuego de una organización social que proteja su soberanía mediante los instrumentos de la Democracia Real.

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