Rodolfo Schmal (Profesor de la Escuela de Ingeniería en Informática Empresarial y del programa de Magister en Política y Gestión Educacional, de la Universidad de Talca, Chile. Columnista de varios medios Nacionales e Internacionales.) Una de las mayores incertidumbres instaladas en Chile con motivo de la contienda electoral que se dirimirá este domingo, es el de la participación. No sin motivos, se teme una alta abstención. Una mayor o menor abstención afectará más a unos que a otros. Ello se debe a que tiende a ser mayor entre los jóvenes y entre los más pobres.

El tema no es nuevo y se arrastra desde hace tiempo, pero en Chile no lo veíamos dado que la inscripción era voluntaria y el voto obligatorio. En efecto, la abstención se calculaba en base al total de inscritos, pero se expresaba tácitamente por la vía de no inscribirse por parte de los más jóvenes. Con el tiempo, el padrón electoral fue envejeciendo. Votaban los mismos de siempre. Ahora con la voluntariedad del voto y la inscripción automática, se ha producido una suerte de sinceramiento de la abstención. Lo bueno es que invita a una reflexión que no se estaba haciendo.

Cabe agregar que estamos ante un fenómeno mundial que viene de la mano de la exacerbación del individualismo y de una pérdida de interés por lo colectivo, por el bien común. Bajo esta lógica se ha instalado una suerte de política del “agarra Aguirre” que se expresa en conductas corruptas, colusiones, fraudes, acosos y privilegios indebidos. Cuesta encontrar algún sector que haya escapado a esta lógica. Empresarios, políticos, carabineros y miembros de las fuerzas armadas, así como pastores y curas, han estado involucrados. No todos, ni siquiera la mayoría, pero esos pocos manchan a todos.

Ante este escenario, uno se pregunta ¿para qué votar? ¿para qué participar? ¿en qué me beneficiará? Se suele afirmar que nada va cambiar, que estarán los mismos de siempre, que debemos seguir trabajando.

En lo inmediato no deben esperarse beneficios tangibles, puesto que no es ese el objetivo que se persigue. Lo que sí debe esperarse son beneficios esencialmente intangibles, un mejor ambiente, un espíritu de concordia, una satisfacción de ser partícipes de un proceso que con todas sus imperfecciones y limitaciones, es infinitamente superior a aquél en el que se da cuando a un iluminado se le ocurre dar un golpe de Estado. Al participar nos da derecho a reclamar, a exigir, a patalear, a fiscalizar.

Nuestra participación y la de muchos otros es la que hace posible orientar la dirección de un país en un sentido u otro. Un grano de arena no hace una montaña, sin embargo un gran número de granos, sí hacen la montaña.

Es de la esencia de la democracia votar, participar, integrarse, organizarse. Somos individuos sociales que nos debemos a nosotros mismos y a los demás. Somos lo que somos por nuestras raíces y por nuestras relaciones con los demás. De lo contrario quedamos cojos. Participar es un imperativo que hace la diferencia. No da lo mismo votar o no votar, así como no da lo mismo mirar de frente que de espaldas.

No está de más afirmar que mientras más alta sea la votación que registren los comicios, más representativas serán las autoridades que emerjan, y por tanto, mayor será la responsabilidad que cae sobre sus hombros, así como mayor el control que tendremos derecho a ejercer sobre sus actuaciones.

Un bajo nivel de participación electoral no solo deslegitima a las nuevas autoridades, sino que a nosotros mismos. Participar activamente, no solo mediante el voto, fortalece la democracia y nos da la autoridad moral para exigir y no andar llorando sobre la leche derramada.

Por ello, mi invitación es a votar libremente, reflexivamente, pensando en un país de y para nosotros y las futuras generaciones, esto es, por un país más solidario, más amable, más integrado.

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